domingo, 17 de abril de 2011

Querido Lázaro


Deja que los ojos se recuperen de ti.

Rafael Cadenas.

Cartagena de Indias, Agosto 12 de 2008

Querido Lázaro:

Voy a ser honesta. No me gustan los correos electrónicos. La verdad, ni siquiera el internet me interesa. Así que por favor, te voy a pedir que no me sigas mandando mails, porque yo sólo reviso ese aparato una vez al día, bien tempranito, y eso porque trabajo como secretaria en una puta firma de abogados; de lo contrario...

En cambio, cómo me fascinan las cartas. Puedes, si se te antoja, mandarme todas las que se te vengan en gana. Si no, pues…

Te cuento que algunas cosillas han cambiado mucho por estos lares. Por ejemplo, el clima se ha puesto muchísimo más espantoso que hace veinte años. Aunque eso en últimas ni me afecta, porque hace rato compré un carro (usado) y ya no me la paso tirando pata como antes. ¿Te acuerdas cuando nos la pasábamos tirando pata todos los días desde las dos de la tarde? Y todo por fumar mariguana. Pero ya me dejé de eso, tengo casi quince años que no me drogo. Ahora con hijos sería un lío andarme drogando a diario; además, aquí ya no escandaliza fumar mariguana, y tú bien sabes que yo lo hacía más que nada para poner de malas pulgas a mi familia.

No soy la única que ha cambiado. Guille, Vero, El Brin y El Pote también se enderezaron. Desde hace varios años trabajan en oficinas, se visten muy serios, con camisas encajadas y pantalones de lino. ¿Te acuerdas cómo nos moríamos de risa al ver a cualquier fulano en el centro andando en pantaloncito de lino? Pues el boomerang se ha devuelto sobre casi todos nosotros. Digo casi todos porque Gabriela pasó de eso. A veces hasta me da lástima la pobre. Es como si se hubiera quedado enganchada en el ochenta y ocho. Incluso su ropa parece de esos días. O la manda a hacer al estilo old fashion o la compra de segunda mano. La ropa usada nunca me ha gustado. Me da asco. Pero Gabriela como que suele visitar mucho ese tipo de almacenes, o quizá, como ya te dije, se la manda a hacer donde alguna modista retro, yo qué carajos voy a saber, si ya ni hablo con ella; a veces la veo pasar cerca de mi casa, y nos saludamos fríamente, como si no hubiéramos sido amigochas de toda la vida, como si los viejos tiempos no hubieran significado nada para ella. Pero ¡ay! tú sí que sabes cómo eran las cosas antes. Fue una época muy loca. Éramos dizque novias. A puesto que te estás acordando de Gabriela y de mí cogidas de la mano en la bahía del barrio manga, prometiéndonos un montón de guevonadas que ambas sabíamos no cumpliríamos jamás. Ahora mírame, casada con un dentista, trabajando de secretaria en una firma de abogados, con dos hijos y endeudada hasta el fondo del culo. Pero bueno, teníamos que comprar una casa. Eso de vivir arrendado es una completa mierda. Es dinero echado a un barril sin fondo. Hicimos lo que debíamos, que era endeudarnos para dejarle algún ranchito a los niños, porque ¿qué más le puede una dejar a los hijos además de un techo firme en el que resguardarse? ¿Educación? Eso suena muy bonito, pero tú y yo sabemos que estudiar una carrera, en este país, no significa mucho si no tienes los contactos adecuados. Si no mírame, dizque de secretaria, yo que no sé ni manejar una máquina eléctrica, y ahora con computador y tales; bien ubicada quedé por conseguirle voticos a mis jefes. Sin ser profesional gano más que mi marido, el dentista desdentado. Así le digo ahora. Es para reírse. Un dentista que no gana ni para arreglarse los dientes es un dentista del que no puedes fiarte. Pues resulta que la secretaria es quien mantiene la familia, la que vela por las cosas de la casa; como quién dice, yo soy la que lleva los guevos. Los de mi marido desaparecieron. Una parte se pudrió y la otra me la comí de un solo bocado, zuazzzz!!!

Mentiras.

Bueno, pero hablando en serio, no creas, yo también me acuerdo de ti. Hay noches (sobre todo los fines de semana) que me dan ganas de pasar por el portal de los dulces, donde quedaba el Café Marrón (¿te acuerdas?). Qué borracheras más tremendas nos pegábamos, Lázaro. Y trabas pesadas con drogas más duras que la mariguana. Con la bareta más bien nos entonábamos, nos íbamos preparando para la noche, que era cuando lo realmente jodido sucedía. Gabriela se ponía de mal humor y se iba para su casa, pero lo que éramos El Brin, El Pote, Vero, tú y yo, seguíamos hasta el amanecer, porque el Café Marrón de noche era otra historia. Era como un tira y afloja donde no quedaba títere con cabeza; bueno, así fue hasta que aquellos niños ricachones se pasaron de coca y quedaron fritos, tesecitos en los escalones del segundo piso. Entonces te gustaba hacerme cositas. Qué feliz te ponías cuando Gabriela se iba. Y yo también me alegraba, no lo niego. Me gustaban los besos que me dabas, me tratabas cual niña inocente y tierna (yo que de tierna no tenía un pelo), pero tú montabas todo un teatro, mientras yo representaba mi papel de niña sana. Era un juego bonito. Nunca te lo dije, pero me gustaba mucho. Cómo te gustaba meterme la mano debajo de la falda y menearme el dedo dentro de la rajita. Me pedías que cerrara las piernas y contrajera la chochita, y sonreías lleno de dicha; qué felicidad la tuya, Lázaro. Me mirabas y decías que te podías pasar así la vida entera. Pero para ti la vida se movía a una velocidad que yo aún no entendía. Con toda la vida no querías decir más que todos los días de nuestra corta juventud. Nuestra perdida juventud que se fue completica por el retrete cuando decidiste irte a vivir a Panamá. De ahí en adelante las cosas no volvieron a ser iguales. Incluso fumar mariguana caminando las murallas me parecía patético. Una pobre chiquilla de dieciséis años caminando las murallas hediondas a mierda y orines a las dos de la tarde. A ti sí que te gustaba caminarlas. Decías que el olor a mierda y orines no era más que el aroma del resto del mundo concentrado en nuestro lindo corralito de piedra (o de mierda, como prefería llamarlo Gabriela). El corralito de mierda ahora huele a muerto. Pero a un muerto enterrado hace más de cien años. Mejor dicho: esta ciudad ya no huele nada. La hediondez al menos era señal de vida, de movimiento. La ciudad antes se movía (de forma un poco peculiar, pero se movía, Lázaro).

Sabes, a veces me pongo melancólica y salgo a echar pata por la bahía del barrio Manga, o si no, me voy para Crespo, y empiezo a recordar lo bien que la pasábamos en la entrada del aeropuerto. Comprábamos vino o aguardiente y nos sentábamos en los pretiles a beber y fumar Lucky Strikes sin filtro, los originales, los que fumaban los gringos duros que conocíamos en el Café Marrón. A eso de las once y treinta de la noche llegaba Guillermo con una guitarra destartalada, y empezaba a cantar canciones de nueva trova y blues que jamás habíamos oído. La guitarra de Guille sonaba terrible, pero era la única música a la que podíamos aspirar el resto de la noche. Esa guitarra… Cuando recuerdo lo pésimamente afinada que estaba no puedo parar de reírme. La personas me ven caminando y piensan que estoy desquiciada. Dirán que otra loca a la que arrastró la droga llegó al barrio Crespo, a ese lindo y silencioso barrio residencial de estrato cinco en el que los vecinos sólo se conocen desde la periferia, desde la seguridad de sus patéticos hogares burgueses. Atrincherados, resguardados, evitándose unos a otros y esperando la muerte pacientemente en sus mecedoras de mimbre.

Creo, Lázaro, que estos recuerdos han empezado a deprimirme. Y con todo y eso, me siento bien porque te lo estoy contando, porque sin querer te he convertido en mi válvula de escape, en el confidente que me ayuda en esta extraña catarsis. Esa palabra… Catarsis… Eras tú quien la usaba. Con tu Lucky Strike sin filtro, bebiendo sorbitos de vino o un trago de aguardiente, sonriendo y diciéndome que no nos entristeciéramos, que la juventud era muy corta y que solía tener más ratos amargos de los que pensábamos. Y era cierto, Lázaro. Desde que te largaste, mi juventud se fue por el vertedero, partió a lugares de los que jamás he podido traerla de vuelta. Mira tú, con escasos dieciséis años y me sentía más vieja que la tía Rebecca (que en verdad sí estaba muy vieja). Bien cierto es que la juventud es un estado psicológico. En lo personal, desde que te radicaste en Panamá, se me convirtió en un insoportable estado de abandono, y en una repetición infinita de amargos recuerdos. Podría decir que desde aquel momento empecé a madurar. Pero eso no me gustó nada. El madurar y yo no nos entendimos, ni nos entenderemos jamás. Mira cómo ha cambiado el tono de mi voz, o más bien de mi escritura. Me he puesto en verdad de malas. Vero, El brin y El Pote ya ni me visitan como hacían años atrás. Venían los fines de semana y conversábamos en la terraza de mi casa hasta altas horas de la noche. Incluso Guillermo venía de vez en cuando con su misma guitarra magullada y tocaba dos o tres notas; aunque nunca ejecutaba una canción, sólo esas dos o tres notas que no significaban nada, o viéndolo bien, significaban prácticamente todo en lo que nos habíamos convertido. Dos o tres notas sueltas, desarticuladas, que tenían poco o ningún contenido. Gente sin contenido es lo que nos hemos vuelto los que no salimos de esta puta ciudad de mierda; y tú tuviste el cinismo, la desfachatez de salir no sólo de la ciudad sino del país entero; tuviste el descaro de hacerlo en el mejor y más agridulce momento. ¿Y qué conseguiste? Conseguiste que te recordáramos y odiáramos para siempre.

La verdad, poco me importa que tu ausencia hubiera dejado a los demás con los crespos hechos. Lo que de verdad importa es que fue a mí a quien dejaste desamparada en un camino a medio transitar. Anduve parte del sendero a tu lado, y luego me dejaste tirada a mi suerte, con una montaña de proyectos, de planes que ya empezaba a trazarme junto a ti. Se suponía que éramos uña y mugre. Por eso me dejaba meter los dedos en la rajita. No era porque fuera una tipa calenturienta o porque estuviera enamorada (la verdad, jamás me he enamorado de nadie); significabas mucho más que eso. Eras el vínculo que había establecido con el mundo. El mundo que había encontrado dentro del mundo.

Pero te fuiste.

A pesar de la basura con la que me dejaste a cuestas, seguí con mi vida (si a esto en verdad se le puede llamar así), y me casé con un hombre por el que no sentía nada, y al que ahora (lo digo sin remordimientos) detesto. Complacer a mamá y papá fue mi primer síntoma de debilidad, y por qué no, también de locura. Entre más cedía ante las exigencias de los demás más indiferente me sentía, a tal punto, que creí empezar a perder toda conexión con lo que me rodeaba. El mundo que había descubierto dentro del mundo se desdibujaba, e incluso ese otro mundo concreto del que pensé haber escapado a tu lado, también se desvanecía paulatinamente, y al final sólo me quedó este breve espacio asfixiante por el que transito; esta cárcel ácida y desconocida en la que me siento indefensa. Aún no puedo adaptarme, y eso, Lázaro, me da mucho miedo. Y mira que de repente reapareces escribiendo mensajes en mi correo electrónico (que a todas estas no sé cómo conseguiste), y me hablas de lo bien que lo pasas en Panamá, de la vida próspera y tranquila que has construido, y no mencionas en uno solo de tus mensajes la amargura que dejaste en quienes te conocíamos. Ni por curiosidad me preguntas cómo reaccionamos ante tu partida (¿tu huida?). Por eso me he tomado el trabajo, primero, de saludarte fríamente y preguntarte la dirección exacta de tu residencia, para luego escribir esta larga carta en la que te digo más o menos el diagnóstico de la triste enfermedad que nos ha tocado vivir de forma independiente; de cómo nos hemos alejado de la felicidad y la libertad (o de lo que creíamos que significaban ese par de palabras que la verdad, ya no me dicen nada).

La ciudad cambió y nosotros cambiamos (para mal) con ella. Hay más turistas que hace veinte años. Puros parias europeos que sólo vienen en busca de prostitutas baratas y buena coca. Al Café Marrón lo han reemplazado una serie de discotecas que han abierto y cerrado en ese mismo sitio (es como si un aire de desgracia se hubiera apoderado del local donde tan bien la pasamos en nuestra juventud; como si hubiéramos contagiado con nuestra infelicidad ese pequeño espacio). Siguen abriendo discotecas en el mismo sitio, y así como las abren, a los pocos meses vuelven y las cierran. No hay punto de separación entre la oscilación de aquel local y la extraña oscilación que invade mi insípida y monótona vida. Creo que me iría bien un cambio, una vuelta de tuerca a este diario respirar que tanto me atormenta. La solución no sería volver a vivir las cosas de antaño (ya me siento demasiado vieja, cansada y amargada para eso). La solución (la única posible) sería impensable, inimaginable, imposible de materializar. Sería volver a esos viejos días, a la agridulce edad que teníamos entonces, y vivir con más intensidad y con plena conciencia de las repercusiones de tu partida.

En vista de que eso es imposible, sólo me queda la amargura de no haber gastado todos mis cartuchos antes de integrarme a esta maquinaria deshumanizada que tanto desprecio y que, quiéralo o no, a cada momento me tritura. Los cartuchos sobrantes se han descontinuado, y esta ciudad, aunque no lo parezca, va por el mismo camino.

Tú, Lázaro, me has abierto viejas heridas, me has hecho recordar el devaluado valor de la amistad, y que diga lo que se diga, mil novecientos ochenta y ocho, además de ser un año loco, fue también un año puerco.

¿Qué más podría decir sin herirme ni herir a otros?

Tu amiga que te odia,

Lola.